Radiografía histórica de Los Hinojosos a comienzos de la década de 1920

Una radiografía es una imagen fija del interior de un organismo, que permite realizar distintos diagnósticos de acuerdo al estado de los huesos. Extrapolando este término médico al ámbito de la historia, es siempre interesante para la historia local realizar estudios detallados del estado de una población en unas fechas determinadas, para, de esta manera, situarnos en perspectiva y poder conocer mejor la evolución producida. Con este objetivo, en las siguientes líneas trataremos de realizar una breve descripción de la estructura social y económica de nuestro pueblo a comienzos de los años veinte.

Los Hinojosos contaba en 1920 con una población de 1.904 habitantes, cifra similar a la de 1877, pues la alta mortalidad, derivada de los brotes epidémicos, especialmente el cólera de 1885 y la gripe de 1918, habían frenado  el crecimiento demográfico. A partir de entonces, las mejoras en las condiciones sanitarias, con las campañas de prevención basadas en la vacunación de la población, permitieron reducir la mortalidad. Así, en términos demográficos, los llamados felices años veinte dejaron un saldo positivo de población, permitiendo alcanzar la cifra de 2.000 habitantes en 1930.

La economía era fundamentalmente agraria, pues la agricultura y la ganadería ocupaban a la inmensa mayoría de los habitantes en aquellos años. Así, por ejemplo, en un censo de 1924, en el que se incluía a los varones mayores de 23 años y a las mujeres mayores de esa edad “no sujetas a la patria potestad, autoridad marital, ni tutela”, de los 492 hombres había 203 jornaleros, 106 labradores y 10 pastores.

Los principales propietarios eran Pascual Calabria, Enrique Contreras, Joaquín, Juan y Ramón Lodares, quienes concentraban las mayores rentas. En el lado opuesto, los jornaleros se encontraban con unas condiciones precarias, pues al carácter estacional de las faenas agrícolas, habría que añadir las largas jornadas laborales y su baja remuneración, pues el jornal de un bracero estaba fijado en tres pesetas.

Una actividad económica derivada de la agricultura, y que tenía cierta importancia era la industria vinícola, pues en aquellos años se contabilizaban hasta tres bodegas, propiedad de Teodosio Díaz, Juan Lodares y Jacinta Salido. 

Una parte de los productos obtenidos de la agricultura y la ganadería se comercializaban fuera del municipio, labor para la cual era fundamental el desempeño de los veinticinco arrieros que se contabilizaban en nuestro pueblo en aquellos años. Además de vender los productos locales, su labor era importante para traer todo aquello que no se producía en el pueblo.

La industria se reducía a pequeños talleres artesanales, en muchas ocasiones de tradición familiar, que se remontaban a varias generaciones anteriores, por lo que es habitual encontrar en los censos a familiares compartiendo los mismos oficios. Así, por ejemplo, entre los herreros encontramos a Felipe y Justino Ramírez Sierra, o a los sastres Antonio María y Nicolás Montalbán Garde. El oficio de  carretero, en el sentido de constructores de carros y carretas, era desempeñado por José Manuel Albendea Ruiz y Donato Ramírez Sierra; mientras que el guarnicionero, es decir, el encargado de la elaboración de los diversos artículos de cuero que servían de aparejos para las caballerías, era Antonio Ochoa Boldo.

Otros oficios que no podían faltar en los pueblos eran el de albañil, contándose tres maestros albañiles, Luis Martínez, Juan José Moreno y Pedro Perea; barberos, desempeñado por Carlos Gallego y Damián Sierra; carniceros (Manuel Carrascosa, Donato Moreno y Amando Ortega); carpinteros (Baldomero Catalán García y Zoilo Ramírez Sierra); panaderos (Saturnino Fresneda Heras, Isidro Montalbán Carretero y Vicente Ruiz Izquierdo) o zapateros (Emiliano García García, y García Moya y Virgilio Ramírez Sánchez), entre otros.

Entre las tiendas, encontramos las de suministros básicos, conocidas como abacerías, regentadas por Juan Montalbán, Gregorio Ortega y Ricardo Salido; la de coloniales de Juan Montalbán Sierra; o las de tejidos de Teodosio Díaz y Valentín Muñoz; mientras que el café se tomaba en los casinos de Eduardo Fraile y Enrique Lillo. Existía, además, una posada en la plaza regentada por Valeriana Moya.

Las que podríamos llamar fuerzas vivas del pueblo en aquellos años eran el alcalde Juan Lodares Lodares, el secretario Miguel Moya Mena, el juez municipal Damián Sierra, los párrocos, Santos Cañada Martínez, del Marquesado, y José Joaquín Jiménez, de la Orden, además del médico Guillermo Marín, el veterinario Donato García y los maestros Rafael Gil, de la escuela de niños, y Sofía Ruiz, de la de las niñas.

Además de la maestra, la modista Fructuosa Rojo Girón y la costurera Visitación Gómez Chacón, ponían el rostro femenino en un mundo todavía monopolizado por los hombres.

Un indicador de las transformaciones que se estaban produciendo en la sociedad española era la incipiente presencia del automóvil, considerado signo de distinción social exclusivamente reservado a las clases más pudientes. Este característico rasgo elitista del vehículo se manifiesta en el hecho de que lo habitual era que el volante lo manejaran chóferes profesionales, como Juan Castillo García y César Ochoa Boldo.

A través de estas líneas hemos podido poner algunos nombres a aquellos antepasados nuestros que formaban parte de la intrahistoria, definida por Unamuno como “la vida silenciosa de los millones de hombres sin historia que a todas horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura y silenciosa labor cotidiana”.


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